Cuando los estudiantes barceloneses ocupaban las plazas de su ciudad para protestar por el asesinato de trabajadores
Rebelion. Cuando los estudiantes barceloneses ocupaban las plazas de su ciudad para protestar por el asesinato de trabajadores: Cuando los estudiantes barceloneses ocupaban las plazas de su ciudad para protestar por el asesinato de trabajadores

Presentación de Universidad y Democracia. Los estudiantes contra el franquismo, Vilassar de Dalt-Barcelona, El Viejo Topo, 2017 (Conversaciones con Quim Boix, Albert Corominas, José Luis Martín Ramos, Jordi Mir Garcia y Mariona Petit, más un texto de Ramon Torrent, y dos anexos: el Manifiesto “Por una Universidad Democrática” de Manuel Sacristán y entrevista a Francisco Fernández Buey con ocasión de la publicación del libro Por una Universidad Democrática)


 Septiembre de 1971. Fue entonces cuando inicié mis estudios en la Facultad de Exactas (entonces la llamábamos así, Matemáticas ahora) de la Universidad de Barcelona.

Llevaba tres años y medio trabajando, desde mayo de 1968, como tantos otros jóvenes estudiantes preuniversitarios de familias obreras. Entonces, el año de mi bautismo universitario, en Banca Catalana, el banco del padre y de los amigos del molt ex honorable.

En mi familia no abundaban los banqueros ni los universitarios ni tampoco los estudiantes del colegio alemán. Por ambos ascendientes y tirando hacia atrás con fuerza, algo de ira, dolor de asesinados recientes y la indignación a ellos debida, nadie había ingresado nunca en ninguna facultad universitaria de ningún país. Ni, por supuesto, había poseído capital bancario alguno. Ni capital a secas. Los campesinos pobres y el proletariado agrícola estaban para otros menesteres. Destacadamente, las mujeres. Mi madre fue un excelente ejemplo de ello. Con jornadas inacabables de más de diez horas en la fábrica (limpieza y cadena de producción) y tres o cuatro o más en casa. Y así durante mucho años y años, hasta que el maltrato ininterrumpido y su mala salud causaron su invalidez permanente y acabaron prematuramente con su vida.

Los poetas que yo había empezado a oír a los 14 años en las voces de Raimon, José Afonso, Luis Pastor y Paco Ibáñez (y que luego leí sin ayuda académica y pasión incontrolada y alocada: Hernández, Neruda, Celaya, Machado, Espriu, O. Paz, Martí i Pol, Hikmet, Vallejo, Aresti), Gorki y La madre, Robert Linhart y L’Établi, algunas biografías compulsivamente devoradas de Lenin y Marx (no a la altura del Amor y Capital de Mary Gabriel), el consejo de guerra de Burgos de 1970, el ambiente familiar y los no nombrados, “Hiroshima mon amour” e “Ikiru” (Vivir) de Kurosawa, la barriada -donde la ciudad perdía su nombre- en la que vivíamos, la playa del Camp de la Bota, me habían politizado en un sentido muy genérico, sin ningún saber político especial. No hubiera podido entender “Juego de tronos”. Estaba en contacto con las Plataformas Anticapitalistas del Besòs, el barrio obrero por donde solía moverme (pegado al mío, Sant Martí de Provençals), pero era incapaz de aclararme, incluso de entender mínimamente, las siglas que se usaban para referirse a las formaciones políticas de la época, de hacerme mínima idea de sus diferencias, sustantivas o no, y, sobre todo, de captar con comprensión aceptable el lenguaje y las argumentaciones usadas en las discusiones y acuerdos (o desacuerdos, bastante frecuentes por cierto).

Todo aquello me sobrepasaba. Era una sopa de letras muy, muy compleja y un decir político sofisticado que me superaba, años-luz distanciado de mí. Pero estaba, cuando llegaba el momento, donde había que estar. En la calle, era ya hora de pasearnos a cuerpo. Lo había leído y escuchado (Celaya-Ibáñez) y lo creía firmemente.

Lo mismo o casi lo mismo me ocurrió en la facultad. Leía, estudiaba más bien, las octavillas que se lanzaban en el patio de Exactas -¡qué lugar, qué belleza!- e intentaba aclararme poco a poco. No era fácil para mí. El Dieudonné y el Godement (recientemente fallecido), que tenían su miga, eran más asequibles. Algunas (es decir, muchas) de aquellas reflexiones políticas me resultaban “teológicamente” complejas. No tenía muchas ayudas y mi tiempo era escaso. Siete horas diarias de trabajo, de lunes a sábado, en el banco del gran manipulador, y bastantes (menos de las necesarias) horas de estudio (en la Universidad y en casa). El día sólo tenía 24 horas y la tercera parte estaba casi perdida para la propia causa y la causa colectiva. Por lo demás, la militancia sindical clandestina en la OSO, la Oposición Sindical Obrera del PCE (m-l), llevaba su tiempo: discusiones interminables, más de cien o mil torpezas, muchísima incomprensión sonambúlica de la situación y más aún de la correlación real de fuerzas, centenares de burradas e insensateces (que me hacen todavía enrojecer 43 o 44 años después) y, consiguientemente, riesgos colaterales por prácticas antifascistas alocadas, si bien, y sin que sirva para disculparme, bienintencionadas.

No recuerdo si algún compañero de la Facultad exactista me habló con detalle del SDEUB, creo que sí. No sé si presté mucha atención a sus explicaciones. Me da que no mucho; me parecerían demasiado reformistas. Pero, sobre todo, lo que en aquel primer curso, el selectivo del que nos habla Mariona Petit, estaba muy presente era la lucha contra la Ley General de Educación de Villar Palasí. Algunos compañeros y compañeras (todo un descubrimiento para mí), con coraje político y jugándosela varias veces, nos habían explicado los nudos más injustos e inadmisibles de aquella ley franquista. Intentaron que nos movilizáramos en contra de ella y lo consiguieron, por supuesto que lo consiguieron.

Todo aquello era y nos parecía importante. Recuerdo asambleas, invitaciones a seminarios por parte de compañeros que después supe que eran militantes del PSUC y del PTE. Uno de ellos, la vida da sorpresas, llegó a ser -y sigue siendo- asesor financiero del gran defraudador y otro, éste de la LC, fue diputado de CiU durante años e incluso conseller en algún gobierno pujolista (con nuevo proyecto político para estrenar en el momento en que escribo). La fortuna y, sobre todo, las fortunas, con relaciones más que turbulentas, los han acompañado.

Pero sin duda, de aquellos años, los recuerdos que tengo más grabados en mi mente tienen fecha, 18 de octubre de 1971 y 10 de marzo de 1972, y tienen causa: la muerte por disparos de la policía fascista del trabajador de la SEAT Antonio Ruiz Villalba y el asesinato de dos trabajadores en los astilleros de la Bazán en El Ferrol.

En el segundo caso, lo recuerdo bien, también en el primero, se pararon completamente las clases de la tarde. Ocupamos la plaza Universidad de Barcelona. Se cerraron las facultades por orden del rectorado. Luego pasó lo que solía pasar: cargas policiales y estudiantes que plantaban cara a una policía, la franquista, que no se andaba con muchos miramientos. Yo corrí mucho, estaba más que asustado, pero volví en varias ocasiones al territorio de la lucha, el enfrentamiento y la represión.

Ahora pienso que mucho de aquel ambiente político-cultural, de aquel clamor contra la muerte, los sesinos y las injusticias, de aquella solidaridad estudiantil con la clase obrera, a pesar de los orígenes no populares de una parte importante del estudiantado barcelonés (lo que si cabe añade más mérito a sus acciones y a su compromiso militante), estaba relacionado con el SDEUB, con su fundación años atrás, con sus activistas, sus ideales, sus prácticas y su prolongada y fructífera huella. Se la habían jugado en momentos aún más duros que los nuestros. El poso, como diría Mario Benedetti, de lo hecho años antes por el movimiento estudiantil antifascista estaba muy presente en aquellas movilizaciones universitarias solidarias y más que antifascistas.

También estaban presentes, por supuesto, las de otros años y de otras universidades, no sólo las de Barcelona. El manifiesto a los estudiantes madrileños de 1º de febrero de 1956, en tiempos muy pero que muy duros, desencadenante de las protestas universitarias de ese mismo curso, proponía volver la vista a la Universidad real y pedían un cambio de perspectiva para el bien del país. “Que se convoque un Congreso Nacional de Estudiantes, con plenas garantías para dar una estructura representativa a la organización corporativa de los mismos”. La primera de estas garantías, cuatro en total, sin las que el Congreso, se afirmaba, sería una nueva ficción en perjuicio de la universidad y del país, era q ue en él tomaran parte todos los estudiantes de los Centros Superiores de Enseñanza de España, “por medio de sus representantes, designados por libre elección, garantizada por el control de los Claustros de Profesores. Y que estos representantes se constituyan automáticamente, una vez elegidos, en cada Distrito Universitario, en comisiones para la organización del Congreso”. Un gran lógico y filósofo español, Miguel Sánchez-Mazas, un honesto socialista que muchos seguimos admirando mucho, tuvo que exiliarse a Suiza tras esas protestas. El autor de Cálculo de normas trabajó allí en un gran sindicato metalúrgico.

No fueron las indicadas las únicas movilizaciones de aquellos años. Desde luego que no. No podía ser de otra manera: los universitarios, estudiantes, profesores y profesoras, técnicos, personal administrativo, como se señalaba con claridad y en hermosa prosa en el “Manifiesto de por una Universidad Democrática”, no querían verse obligados a dejar parte de su humanidad fuera de las facultades. Ya no, nunca más, de ningún modo. Su humanidad y humanismo críticos eran la cosmovisión que alimentó aquellas aulas durante muchos años. Jordi Pujol y Raimon Galí “denunciaron” esa “concepción del mundo” que ellos tildaron de dominante -¡dominante en pleno fascismo!- en la universidad barcelonesa muchos años después, en 2004. Francisco Fernández Buey dijo lo que había que decir en una “Carta al director” valiente e inolvidable, recogida por Jordi Mir Garcia y Víctor Ríos en la antología Filosofando desde abajo.

Por todo lo anterior se comprenderá que sea todo un honor para mí presentar brevemente y editar este libro que cuenta con las intervenciones de cinco participantes en la formación del SDEUB -Quim Boix, José Luis Martín Ramos, Albert Corominas, Mariona Petit y Ramon Torrent- y de un reconocido estudioso de los movimientos sociales y de las ideas olvidadas de la transición, Jordi Mir Garcia, profesor de la UPF y director del CEMS (Centre d’Estudi dels Moviments Socials).

Se ha añadido a esas conversaciones y al escrito de Ramon Torrent dos textos de otros dos destacados participantes en aquella no olvidada lucha democrática y antifascista: Manuel Sacristán, el redactor de Manifiesto del sindicato, y Francisco Fernández Buey, lector del texto en la asamblea, y autor de un libro, el último publicado en vida, que tituló, no por casualidad, Por una universidad democrática.

De los errores, como es evidente. soy el único responsable. Los aciertos o virtudes, si existieran, deben ser compartidas por todos. Especialmente, con Jordi Mir Garcia que me ha sugerido varias ideas y diversos caminos para mejorar versiones previas del libro.

Gracias, buena lectura y que la indignación ante las injusticias clasistas, las opresiones sociales y la aspiración a una universidad verdaderamente democrática al servicio de los sectores más vulnerables y castigados de nuestra sociedad (la de ahora, de nuevo, les cierra sus puertas), en absoluto servil a empresarios “emprendedores”, corporaciones insaciables, “grandes acontecimientos” y poderosas familias con muchísimo y alargado mando en plaza, nos acompañen siempre… hasta enterrarlos en el mar...