Vísperas de sangre: los asesinatos del 12 y 13 de julio de 1936

Vísperas de sangre: los asesinatos del 12 y 13 de julio de 1936: Después de cuatro décadas de obligado silencio, Consuelo Morales, viuda del teniente Castillo, concedió al diario El País una entrevista (23 de enero de 1977) en la que rememoraba su vida y los pormenores de la fatídica jornada en la que fue asesinado su marido.

─«Íbamos por la calle de Augusto Figueroa. Era el cumpleaños de mi padre, y habíamos comido con él y con mi madre. Mi marido tenía que irse, porque entraba de servicio… Yo quería acompañarle, pero él no quiso: era muy andaluz…, así, celoso. ¡Que me fuera a casa! Nos separamos. Yo estaba en la esquina de Hortaleza y él en la de Fuencarral. Oí los tiros…, muchísimos tiros. Cayó en aquella esquina, donde hay una ermita. En la ermita quedaron los impactos de las balas».

Era un caluroso anochecer del domingo 12 de julio de 1936, y la pareja regresaba a su domicilio de la calle Augusto Figueroa poco antes de las diez horas, después de haber dado un largo paseo por la Gran Vía. Ambos estaban felices, y su esposo le comentaba los pormenores de la corrida de las Ventas, a la que había asistido como gran aficionado que era, y en la que se dieron cita los matadores: José Neila, Torerito de Triana y Pedro Barrera.

─«Mi marido, a mí me tenía al margen de la política ─señalaba Consuelo─, aunque yo sabía que estaba amenazado y conocía también sus ideas, claro está; pero no lo que hacía».

Y en efecto, en aquel último paseo, su esposo no le habló de su encuentro con la joven militante socialista Leonor Menéndez, quien le abordó a su salida del coso taurino para advertirle, en persona, que corría el rumor de que los falangistas preparaban un nuevo atentado contra él, quizá esa misma noche, a lo que algo despectivo le respondió: «que no pensaba estar escondido siempre, y que iba a presentarse a su trabajo como de costumbre».

Pero esas palabras Consuelo las supo después. Cuando apenas llevaba andados unos cincuenta metros en solitario, su esposo resultó tiroteado a la altura del pequeño oratorio del Humilladero (Capilla de Santa María del Arco, en la calle Fuencarral, 44), a manos de cuatro sicarios que, rápidamente, se dieron a la fuga ─carlistas pertenecientes al Tercio de requetés, en opinión del hispanista Ian Gibson, o bien falangistas, según los historiadores Paul Preston y Gabriel Jackson─. Castillo, que ya vestía de uniforme, intentó desenfundar su pistola reglamentaria; pero le resultó imposible hacerlo. Su cuerpo se desplomó en redondo sobre el suelo, antes de ser atendido por el primer transeúnte que acudió a socorrerlo, el periodista Juan de Dios Fernández Cruz. Él fue quien escuchó sus últimas palabras: «¡Por favor!.. Lléveme con mi mujer, que hace poco se ha separado de mí».

El mismo Juan de Dios, asistido por Consuelo, que acudió corriendo y gritando entre lágrimas al encuentro con su marido, trasladaron en un taxi al moribundo a la cercana Casa de Socorro de la calle Ternera, en donde Castillo ingresó cadáver. Los médicos de guardia, Moreno Butragueño y el doctor Tamames, no pudieron más que certificar su muerte. Pero la noticia del atentado corrió como la pólvora, y en menos de media hora, una multitud de periodistas y de compañeros del teniente se congregaron a las puertas del centro sanitario para interesarse por lo sucedido. Los gritos de venganza no se hicieron esperar, y en ese mismo lugar, los mandos del cuartel de Pontejos pusieron en marcha una amplia operación policial en busca de los asesinos. Y antes de la medianoche, por disposición de su comandante Alonso Mallol, el cuerpo del finado fue conducido a la Dirección General de Seguridad.

Al día siguiente, la muerte del teniente Castillo había colmado la paciencia del Gobierno, y su portavoz culpó automáticamente a los pistoleros de Falange Española de su asesinato, mientras que la prensa más afín a la República exigía con grandes titulares: «Detener la creciente agresión fascista contra los oficiales afectos al Frente Popular».

Tal y como nos lo recordaba su viuda: «Pusieron la capilla ardiente en la Dirección General de Seguridad, y el entierro fue el martes día 14. Sé que acudieron miles de personas…, pero no recuerdo bien aquellos días… Para mí todos los días eran iguales. Luego supe que estaba embarazada, y en noviembre, huyendo de la guerra, nos fuimos a Valencia mis padres y yo. La niña nació por ello en Valencia, en enero de 1937. Pero el parto fue malo y mi hija nunca se crió bien… No tenía más de tres años cuando le dio algo al corazón… Para entonces yo ya estaba en prisión.

»Después de la guerra hubo una denuncia y nos metieron en la cárcel. Sí; a mis padres también. A la niña la tuve que dejar con mi abuela materna, de noventa años, y murió poco después. Mi madre y yo estuvimos presas en Las Ventas durante nueve meses. Éramos más de siete mil mujeres, y en la celda, como yo soy alta, no tenía suficiente espacio para estirarme, y las celadoras me decían: ¡Castillo ─así me llamaban─, que ocupas mucho!

»Y como la familia de él se fue al extranjero justo después de la guerra, yo también pensé en irme; pero estaban mis padres, y la niña… Una no sabe qué hubiera sido mejor. En Francia nos habríamos tenido que ir al campo de concentración, y luego soportar la otra guerra…»

No obstante, al salir de la prisión en el año cuarenta, Consuelo solicitó la pensión ordinaria que le correspondía como viuda de un oficial. Entonces, ya se le había suprimido la concedida por la República, y su solicitud fue denegada. Las represalias que su esposo hubiera padecido de haber continuado con vida durante la Dictadura, las padeció su mujer. Primero tuvo que trabajar de sirvienta doméstica, luego en un almacén, y más adelante, como dependienta en una papelería para ganarse la vida, porque jamás se volvió a casar.

No fue hasta 1966, cuando el Gobierno le concedió por fin una pequeña pensión del 25% del salario ordinario de un oficial del Ejército; pero negándole la extraordinaria (el 100% del salario), que solo corresponde a las viudas de quienes mueren en acto de servicio. Una sentencia del tribunal Supremo del 12 de junio de 1968, estimó: «Que el teniente Castillo, que acudía de uniforme a su puesto, ya que no había tomado el servicio, no podía estar en ejercicio de desempeño del mismo, y menos aun realizando en esos momentos un acto de servicio de armas, definido en las leyes militares como aquel que reclama en su ejecución el uso, empleo, o manejo de las mismas. El único hecho acreditado es que la muerte del señor Castillo se produjo violenta y alevosamente por un grupo terrorista, posiblemente integrado por personas de ideas políticas opuestas a aquellas que, acertada o desacertadamente, profesaba el teniente, y ello más como venganza política o represalia personal, que como atentado a su condición de teniente de la Guardia de Asalto».

Esta larga lucha en defensa de sus derechos y la memoria de su marido, que Consuelo mantuvo hasta su muerte en 1994, se resolvió a su favor cuando ya había cumplido los 70 años, en 1983. Aquel año, el Tribunal Supremo reconoció por fin su derecho a percibir una pensión extraordinaria, por considerar que la muerte de su esposo, «sí se produjo en acto de servicio». Según dicha sentencia, se le concedió una pensión del 200% de la base reguladora, tal y como en su día se le reconoció a la viuda de José Calvo Sotelo, el dirigente asesinado unas horas después en Madrid, como represalia al atentado del teniente Castillo. De ahí que ambas muertes hayan resultado entrelazadas para siempre, como el más siniestro preludio al estallido de nuestra Guerra Civil.

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Lo más probable, es que el teniente Castillo hubiera sido uno más de los militares de la UMRA tiroteados por pistoleros de la derecha, y su nombre no figuraría en la Historia, de no ser por los aciagos acontecimientos que desencadenó su muerte. Su asesinato motivó, en venganza, el secuestro y ejecución, por algunos de sus compañeros, de uno de los políticos más inteligentes, cultos y señalados de la época: José Calvo Sotelo, ex ministro de la Dictadura de Primo de Rivera y líder del conservador y monárquico partido Renovación Española.

La tesis más comúnmente aceptada por los historiadores, es que los compañeros del teniente, y especialmente su amigo Fernando Condés Romero, juraron vengarse ante el cadáver de Castillo, y apenas dos horas después del atentado, algunos miembros de la Guardia de Asalto, junto con el capitán de la Guardia Civil y varios paisanos pertenecientes a las milicias socialistas, se dieron cita en el cuartel de Pontejos, con el propósito de llevar a cabo su venganza.

Pero lo cierto es que, en medio de la indignación general, un grupo de policías se quejaron al ministro de la Gobernación Juan Moles, de la impunidad que disfrutaban las centurias de Falange, y le pidieron su autorización para buscar y detener a algunos falangistas que ya operaban en la clandestinidad. El ministro aceptó, siempre y cuando se detuvieran a los elementos fichados y estos fueran entregados a la autoridad competente.

Esa misma noche, desde Pontejos partieron varias camionetas policiales, provistas de listas de falangistas a los que detener. La operación corrió a cargo del comandante Ricardo Burillo Stholle, un destacado miembro de la UMRA, al que Franco fusiló en 1940, acusado de haber sido el inductor del asesinato de Calvo Sotelo. Uno de estos vehículos, se puso al mando del capitán Condés, quien se hace acompañar de varios guardias de asalto y dos miembros de las milicias socialistas: Luis Cuenca Estevas y Santiago Garcés. Se trata de dos guardaespaldas de su confianza, pertenecientes a la conocida agrupación «La Motorizada», que el mismo instruye, y que en aquellos días es la encargada de la protección de los dirigentes del PSOE y la UGT.

Inicialmente, el grupo de Condés fue a detener al líder de Renovación Española, Antonio Goicoechea Cosculluela, pero este no se encontraba en su domicilio. Optaron entonces por dirigirse a la casa del jefe de la CEDA José María Gil-Robles; al que tampoco encontraron por estar ya de vacaciones en Biarritz. Fue entonces, yendo de camino por la calle de Velázquez, cuando alguien recordó que el diputado José Clavo Sotelo vivía en el número 89. Eran alrededor de las tres horas de la madrugada del 13 de julio, cuando la camioneta policial se detuvo frente al portal de su vivienda.

Burlando a sus escoltas con una orden falsa de registro, el líder monárquico más activo y carismático, fue sacado de la cama y Condés le pidió que se vistiera y les acompañara a la Dirección General de Seguridad. Calvo Sotelo se resistió, aduciendo su condición de diputado y su inmunidad parlamentaria. Condés se identificó entonces como capitán de la Guardia Civil y, al parecer, este extremo tranquilizó a Calvo Sotelo, quien finalmente aceptó acompañarlos después de despedirse de su familia, a la que prometió telefonear desde la propia D.G.S. Pero nunca llegaría a la sede policial. De camino a la Puerta del Sol, sin que sepamos que motivó exactamente su acción, Luis Cuenca Estevas le disparó dos tiros a bocajarro dentro del propio vehículo.

Sorprendidos y alarmados todos los demás ocupantes por su reacción, sin saber muy bien qué hacer, al final decidieron encaminarse al Cementerio del Este, en cuyo depósito de cadáveres abandonaron el cuerpo de Calvo Sotelo, que no fue identificado hasta el mediodía del lunes 13 de julio. Aquel mismo día, Condés, Cuenca, y el resto del grupo, fueron detenidos por la policía, sin que ninguno de ellos ofreciera resistencia. Ni Cuenca ni Condés fueron nunca juzgados por su crimen. Ambos morirían apenas unos días más adelante, el 22 y el 23 de julio, respectivamente, peleando durante los primeros combates habidos en el frente de Somosierra.

Los militares que cuatro días después se sublevaron en Melilla contra la República (sábado 17 de julio), con frecuencia reiteraron desde el final de la contienda, que se habían alzado en armas a raíz de este ignominioso crimen. De sobra sabemos que el golpe de Estado con el que pensaban derrocar al régimen republicano, ya había sido cuidadosamente preparado por Mola durante varios meses antes, y aunque Franco se mantuviese dudoso hasta el último momento, tal y como afirman sus santurrones hagiógrafos, no fue el asesinato de Calvo Sotelo el que despejó todas sus dudas. Por suerte para él, desaparecía el máximo adalid y partidario de la restauración monárquica, además de un gallo del corral que seguramente le hubiera podido disputar el poder.

Con todo, resulta innegable que las muertes de Castillo y Calvo Sotelo resumen y ejemplifican, mejor que cualesquiera otros sucesos, la atmósfera de extrema violencia que ya se respiraba en España. Todo lo acontecido en aquellas «vísperas de sangre», tal y como las definió el dirigente socialista Indalecio Prieto, lo resumió con gran lucidez en un artículo de su puño y letra, publicado en «El Liberal» ─un periódico de Bilbao─, con fecha del 15 de julio, y que acaso hoy resulta uno de los mejores documentos históricos de esos fatídicos días.

Madrid 14 de julio.- Jornada nerviosa la de hoy en Madrid, que se abrió y cerró sangrientamente. Se abrió con una refriega en las obras de la Ciudad Universitaria, a cuenta de la huelga del ramo de la construcción, y quedó cerrada con el tumulto en la parte más alta de la calle de Alcalá, provocado por quienes habían asistido a la inhumación del cadáver del señor Calvo Sotelo. Porque hoy se enterraron los cadáveres de las víctimas de ayer, como mañana se enterrarán los de las de hoy.

Yo asistí esta mañana al acto de dar sepultura a los restos del teniente de Asalto D. José del Castillo. Sígame el lector en mis observaciones, y se dará cuenta de toda la hondura de la guerra civil que vive España. Son tan profundas nuestras diferencias, que ya no pueden estar juntos ni los vivos ni los muertos. Parece como si los españoles, aún después de muertos, siguieran aborreciéndose. Los cadáveres de D. José del Castillo y D. José Calvo Sotelo no podían ser expuestos en el mismo depósito. De haberlos juntado se habrían acometido ferozmente ante ellos sus respectivos partidarios, y al depósito le hubiera faltado espacio para la exposición de las nuevas víctimas.

El cadáver del señor Calvo Sotelo quedó en el depósito general, y el del señor Castillo se llevó al depósito del que fue Cementerio civil.

El cadáver del señor Castillo estaba custodiado por guardias de Asalto.

El del señor Calvo Sotelo, por guardias civiles.

Al primero le rindió homenaje una gran masa proletaria.

Al segundo le escoltó hasta la fosa una legión de señoritos.

¿Se quiere una expresión que pinte con mayor patetismo el actual estado de España? Difícilmente podría hallarse otra más gráfica.

Los odios de unas y otras muchedumbres saltaban por encima de las tapias que acotan los dos recintos mortuorios. Acaso el choque de estos odios, al encontrarse en la atmósfera, sobre los muros, contribuía al ahogo, a la asfixia de una mañana de sol inclemente.

Al pie de la sepultura de D. José del Castillo, mientras la tierra, lanzada a azadonazos, caía sobre el ataúd, recogí, en medio del silencio, saludos musitados al oído. Eran socialistas, compañeros de presidio que se veían por vez primera después de despedirse en el rastrillo de la prisión, cuando la amnistía, al otorgarles la anheladísima libertad, les dispersó.

 ─«¿No has vuelto por Asturias, Antonio?» ─oí que le preguntaban cerca de mí a un minero.

 ─«No; únicamente he ido a Portugal a ver a mi madre. La pobre no llegó a saber que yo estaba preso. De haberlo sabido se hubiera muerto de pena, porque ya es muy vieja. Pero me las ingenié para ocultarle mi situación, y cuando me trasladaron al presidio de Chinchilla, fingí en mi correspondencia con ella que estaba en aquel pueblo desenvolviendo un pequeño negocio».

La sombra de la represión de octubre pasó ante mí. De entonces arrancan muchas cosas trágicas. El asesinato de Calvo Sotelo recuerda tanto el de Sirval.

Aquello de octubre fue una gran siembra de odios. De simiente sirvieron los hechos monstruosos de la represión, pero luego de echada en el surco hubo labradores celosísimos ─los que encubrieron, premiaron y glorificaron a los asesinos─, que pusieron todo su empeño en que la semilla fructificase. ¡Extraños agricultores estos que se duelen al ver cómo han florecido las plantas tan amorosamente cultivadas por ellos! Se duelen, pero reinciden. Por lo visto, aspiran a que no les alcance a ellos el tóxico de sus plantaciones venenosas.

Me dicen que ayer ha caído el presidente de la Casa del Pueblo de Sigüenza. Otro más a la lista, una lista inacabable en la que figuran, como nombres destacados, Manuel Andrés, Juanita Rico, Faraudo, Castillo… Dado el sistema de ejecuciones, pueden ─podemos─ estar en capilla muchos sin saberlo.

Camino abajo, después de enterrar a José del Castillo, vienen hacia Madrid los obreros, chaqueta al brazo. Cuando pasan frente a las arcadas del Cementerio general, topan con una barrera de guardias civiles a caballo, que parece la prolongación del muro que allí concluye. Detrás de los guardias montados se alinean grupos de fascistas que custodian el cadáver de Calvo Sotelo.

Hay un cambio de miradas iracundas.

He ahí, perfectamente simbolizada, la España de hoy.

P.D. Este relato está dedicado a la memoria de mi padre, José Casado Lozano, quién siendo yo un joven imberbe, me contó la historia del teniente Castillo por primera vez...